Texto para el catálogo sobre la exposición ‘Tiempos de Silencio’ | El Brocense · Cáceres

sobre-papel

Los diez últimos compases de la primera sinfonía de Mahler. Una ola rompe tras otra en la playa arrastrando en su retirada pequeñas piedras. Una palabra, una coma, la siguiente palabra. El timbre del teléfono. Campanas tocando a muerto. El croar de una rana. La respiración.

 

Entre estos sonidos hay silencios preñados de sentido.

 

 

 

Los sonidos tienen sentido por su teórica antípoda, el silencio. Un opuesto que, como concibe la filosofía oriental con sus interpretación peripatéticas de la existencia, es más bien un complementario. El silencio sólo se manifiesta una vez muertos porque entonces carecemos de sentidos –si algo cuya cualidad es no ser puede manifestarse-. En la vida, paradójicamente el silencio ha dado mucho que hablar. Una de sus mejores expresiones fue el 4’ 33’’ que compuso John Cage en 1952, ya que la negación del músico, del intérprete, demostraba su imposibilidad. La imposibilidad del silencio. 4’ 33’’ no sólo suponía la metáfora de una cultura occidental incapacitada para escuchar menos de cinco minutos de silencio, para situarse en estado contemplativo, sino que extendía el campo de lo que tradicionalmente se construía como música al ruido, ligaba el arte a la vida trasladando la escena al patio de butacas y convertía en intérpretes involuntarios a los espectadores.

 

¿Cómo representar en términos plásticos el silencio cuando incluso Cage advierte su incapacidad en el terreno musical? Esta exposición en El Brocense es una búsqueda denodada de ese imposible. Al ver algunas de sus series, concretamente la de los cuadros rayados verticalmente –una continuidad del trabajo que presentó este mismo año en la galería Milagros Delicado y que tiene un exquisito paralelo en su obra gráfica-, le planteé mis dudas. Me parecían piezas preñadas de ritmos y equilibrios, de cambios sutiles de color y de texturas casi invisibles, pero presentes. Todas estas características las convertían en sonoras, por tanto, resultaba una paradoja que hablaran del silencio. ¡Craso error por mi parte! ¿Cómo representar lo irrepresentable? La estrategia expresiva íntima es la respuesta, que aquí se resuelve como una manifestación de la idea del silencio, que no del silencio mismo, una imagen que presenta rasgos minimalizadores, que no minimalistas. Esta serie es heredera de una amplia tradición dentro de la abstracción geométrica que contacta con el sentido de lo trascendente y de lo sublime –pensemos en Mark Rothko, Barnett Newman o Clyfford Still-, y se ofrece con una paleta triste, nada estridente, de negros, grises, platas y ocres. Una pintura que se dirige a las emociones sin desear posicionarse en el distanciamiento –opción de otra de las vertientes de esta tendencia-. ¿Cómo no respetarla? La pintora inquiere en esta serie la esencia de algo no representable, no expresable, no nombrable. Sus rayas, sus campos de color, no sólo son una experiencia visual, sino también el producto de un gesto pautado, reiterado, casi musical.

 

Los papeles a los que antes nos hemos referido – Opus 0– parecen partituras, pero partituras más cercanas a los gráficos que describen la información en los programas informáticos, que a las convenciones de los signos que leemos al interpretar música. Son grabados sobre las sutiles vibraciones del silencio que exigen ese estado de contemplación que parece insostenible. Deben mirarse de cerca para que los ojos se detengan en las degradaciones, en las sutiles capas de color que contaminan el espacio hasta ocluirlo. Son papeles para mirar callados y en solitario las sacudidas del silencio. Es en el mutismo donde surge el sonido.

 

Incluso cuando no oímos nada, perdidos en el desierto, nos acompaña el ritmo uniforme de nuestra respiración y de un músculo rojo que en el interior del pecho bombea acompasado sangre.

 

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E | 50 x 100 cm

Qué era o no sonido. Qué era o no silencio, quedó relativizado cuando La Monte Young, ocho años después de la genial composición de Cage, hacía escuchar a los espectadores algo inaudible por la anatomía humana: el aleteo de una mariposa. Quizás es que las mariposas aletean siempre junto a nuestros oídos y por eso no podemos escucharlas. De hecho en la Antigüedad sospechaban que las esferas, los planetas, emitían una música perpetua de manera que el ser humano, al escucharla desde su nacimiento hasta la muerte, no la discriminaba, no la reconocía como sonido.

 

Las dos ideas a las que nos hemos referido se conectan con la otra serie que Saskia Moro presenta en esta muestra, una serie que, en su sugerir la idea del silencio, es tremendamente ruidosa, ruidosa por saturación. La pintora se ha servido de textos periodísticos transferidos a la tela que se solapan tenazmente como en un palimpsesto hasta que colman el fondo; de esta manera provocan que el signo, ya casi ilegible, se pierda en el negro, en el ocre. La acumulación de lenguaje, la saturación de información, de una noticia tras otra entre segundos de presumibles elipsis, suponen la banalización del sentido. Al final estamos vacunados y no nos conmovemos al leer la noticia de la última víctima de la violencia doméstica, del trabajo infantil o al enteramos de a quién le ha tocado hoy morir en Palestina. No oímos nada. Ni vemos nada. Tampoco decimos nada. Ese es el otro silencio, la versión grotesca de la música de las esferas. El verdadero relato crítico del que nos hablan estos cuadros.

Isabel Tejeda

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